domingo, 24 de marzo de 2019

LOS IGNOTOS SIETE VISITANTES

Mientras escribía el artículo MENS SANA, pensaba en ciertos testimonios, curiosos y oscuros, que el erudito Gerolamo nos ha legado en dos de sus obras más importantes.

Los relatos versan sobre su padre, Fazio Cardano (1444-1504), un hombre enigmático y extravagante, amigo de Leonardo da Vinci, que además de ser jurista y matemático, destacó por sus aficiones hacia las ciencias ocultas y el hermetismo.

Sobre la naturaleza de estos enigmáticos septem viri (siete hombres), que en breve conocerán, mucho se ha dicho y especulado. 



De todo lo cual se colige que la realidad es más compleja de lo que a primera vista se percibe. No entraré ahora en disquisiciones sobre un tema en el que  demonólogos, teóricos de los antiguos astronautas y hasta el psicoanálisis podrían seguramente aportar argumentos válidos desde sus respectivos campos. Y esto porque el número siete (7) es en sí mismo una razón arquetípica.



Ahora sólo me resta dejarles con los textos en cuestión que, debo aclarar, los he copiado de un post aparecido el 14 abril de 2016 en el blog "Soy de plástico".

De subtilitate, Núremberg 1550, pp. 363-364:

“..Pero voy a añadir ahora una historia más admirable que todas las anteriores, la cual oí contar no una sola ni unas pocas veces a mi padre, Fazio Cardano, quien afirmaba que había tenido un demonio familiar durante casi treinta años. Posteriormente, al ponerme a rebuscar entre sus papeles, encontré así escrito y a resguardo del olvido lo que tan a menudo había escuchado. El día 13 de agosto de 1491, después de realizar el ceremonial, a la hora vigésima del día, tal y como acostumbraban, se presentaron siete hombres vestidos con unos trajes de seda, un manto parecido al griego y unas cáligas que semejaban de color púrpura. A modo de camisa llevaban unas corazas resplandecientes y bermejas, de suerte que parecían estar teñidas de kermes; más majestuosas que lo habitual y claramente visibles. Pero no todos vestían de esta guisa, sino sólo dos, que era manifiesto que descollaban entre el resto por su nobleza. En efecto, escoltando a uno de ellos, que era más alto y rubio, iban dos acompañantes, mientras que detrás del otro, que era más pálido y de menor corpulencia, iban tres. De modo que en total eran siete. No dejó nada escrito acerca de si llevaban algo sobre sus cabezas o si las traían al descubierto. Rondaban los cuarenta años de edad, pero aparentaban menos de treinta. Cuando se les preguntó quiénes eran, respondieron que eran unos hombres, por así decirlo, aéreos; que ellos también nacían y morían, pero que su vida era mucho más larga que la nuestra, alcanzando los trescientos años. Al ser preguntados acerca de la inmortalidad de nuestra alma, afirmaron que no sobrevivía nada exclusivo del individuo particular. Ellos, por su parte, estaban mucho más unidos a los dioses que al género humano, aun cuando de aquéllos los separaba una distancia casi infinita; y, tanto si eran más felices como más desdichados, ellos distaban de nosotros lo mismo que nosotros de las bestias. No se les escondía nada de las cosas ocultas, como tampoco los libros ni las riquezas. La más baja estofa de entre los suyos la constituían los genios de las personas más nobles, al igual que los hombres más despreciables son quienes adiestran a los perros y caballos del mejor linaje. Y, puesto que su cuerpo era extremadamente sutil, no podían causarnos ningún provecho o daño fuera de sus apariciones y del espanto que inspiraban o del conocimiento que transmitían. Ambos eran profesores; el de menor estatura contaba trescientos alumnos en la universidad y el otro, doscientos. Cuando mi padre les preguntó por qué no revelaban a terceros los escondites de tesoros, si los conocían, le respondieron que estaba prohibido por una ley especial y castigado con la pena capital que nadie comunicara eso a los hombres.

Permanecieron a su lado durante más de tres horas. A petición suya, discutieron entre tanto sobre la causa del mundo. El que era más alto negaba que Dios hubiera construido el mundo desde la eternidad. Por el contrario, sostenía el otro que Dios creaba el mundo en cada momento singular, de manera que, si lo descuidara, aunque no fuera por más que un instante, de inmediato el propio mundo desaparecería. A favor de esta tesis aducía él mismo ciertos pasajes de las «Disputas» de Averroes, a pesar de que aquel libro todavía no había sido descubierto. Citaba asimismo los títulos de varios libros, una parte de los cuales ha sido hallada, en tanto que los demás aún permanecen en la sombra. Todos ellos eran de Averroes, como que aquél se declaraba abiertamente averroísta.

Así consta que se desarrolló la entrevista, ya se trate de una historia verídica o de una fábula. De que parezca una mera fábula podría ser suficiente argumento que las opiniones expresadas no concuerdan demasiado con la religión y el hecho de que mi padre con todos sus demonios no fue ni una pizca más feliz, ni más rico, ni más conocido entre los hombres de lo que soy yo, que nunca he visto un demonio. Sin embargo, él contestaría a esos reparos alegando que predijo muchos eventos, que sin el recurso de los demonios no podían haberse sabido con tanta antelación, como que el Emperador habría de triunfar a la postre en Italia, lo que no sucedió sino hasta treinta años después; que los demonios son mentirosos conforme al texto de la revelación («el [diablo] —dice— es el padre de la mentira» [Jn 8, 44]); que él mismo nunca se preocupó ni de riquezas ni de honores, de los que yo albergo mayor ambición, como corresponde a quien ha nacido con escasa fortuna y desde el principio se ha tropezado con obstáculos. Finalmente, podría alegar que quizá yo también tenga un genio mayor, al igual que muchos otros hombres más; y que, si bien no se nos muestran ni a ellos ni a mí, con todo, a nadie le falta el suyo para salvarse en función de la situación. El suyo se le manifestó a él mientras que los otros no se manifestaron a los demás, ya fuera porque resultaba conveniente que así sucediera, ya porque él era superior y estaba dotado de una mente más pura —ciertamente, mi padre se contaba entre los mejores y era un hombre de lo más religioso—, ya porque empleara algún tipo de conjuro, el cual consta que obtuvo de un español moribundo..”.

De rerum varietate, Basilea 1557, pp. 629-630:

..Durante un largo período, según contaba él mismo, Fazio Cardano tuvo como familiar un demonio etéreo, el cual durante todo el tiempo en que se valió de un conjuro le proporcionaba respuestas verdaderas, pero una vez que aquél caducó, a pesar de que el demonio seguía compareciendo, le transmitía respuestas falsas. Así que, si no me equivoco, lo tuvo veintiocho años bajo conjuro y cerca de otros cinco años liberado. Como quiera que fuera el asunto, mientras estuvo sometido, le reportaba bastante provecho. Y, cuando menos, daba testimonio de la existencia de demonios por el hecho de que indagaba escrupulosamente todas las cuestiones por medio de ellos. Pues aquel demonio no siempre venía solo, aunque esto era lo más frecuente, sino que a veces también se presentaba en compañía de otros. Por lo tanto, el relato mi padre concuerda en su mayor parte con el de Pselo; con los platónicos, en cambio, de los que hablaré a continuación, muy poco. Sin embargo, también difiere de Pselo en algunos puntos y de gran relevancia. En primer lugar, porque afirmaba que nacían y morían. Eran, ciertamente, muy longevos —aunque no le precisaron su duración, él mismo, a partir de una conjetura sacada de la cara de uno que con cuarenta y dos años representaba ser todavía muy joven, consideraba que habían de vivir hasta los doscientos o trescientos años—. Sostenía, pues, que se engendraban, nacían y envejecían. Y cuando morían, creían que sus almas, lo mismo que las nuestras, se extinguían junto con el cuerpo, aunque tampoco disponían de un conocimiento cierto sobre esta cuestión. Tenían universidades y todo lo demás que mencioné en otro lugar. Ahora bien, no dijo mi padre si había entre ellos algunos tan despreciables y estúpidos como refiere Pselo..”.

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